El astillero abre sus fauces tan solo durante unos instantes para vomitar una mezcla de óxido y grasa. Aprovecho este momento para colarme en su interior.
Me pierdo dentro de este organismo vivo, en los inmensos espacios, entre la luz verde de los tragaluces y la luz blanca de la soldadura, siempre vigilado por los gigantescos insectos metálicos que habitan el lugar. Rodeo los amasijos de metal retorcido. Me muevo con precaución entre hierros oxidados y maderas impregnadas de gasóleo. Me deslizo por los lustrosos raíles que se sumergen en el océano. Mi mirada se detiene en las aguas grises e irisadas y veo surgir de ellas unas manos que gesticulan componiendo una suerte de signos arcanos.
Las manos gesticulantes son la señal. Todo el astillero empieza a crujir, todo él chirria y gime como si fuera a desmoronarse. Se mezclan los sonidos de motor, de engranajes, de cables en tensión, de ruedas y raíles, de metal contra metal. Y, como siguiendo el mandato de un dios ancestral, la bestia emerge lentamente del océano.